Conclusión
Todas nuestras esperanzas naturales
aspiran a realizaciones que son como reflejos y sombras confusas de la vida
eterna, como sus inconscientes preludios.
Josef Pieper
A alegoria é
instrumento para pôr a alma humana em estado de receptividade poética da
unidade invisível. Sua ação termina, portanto, quando a alma entra em contato
extático com Aquilo que deseja que esteja além do movimento e da própria forma
alegórica.
João Adolfo
Hansen
En el corpus
del presente trabajo, hemos visto cómo las virtudes y los vicios son
representados desde una conformación mixta generada por palabras e imágenes. Es
notorio que tanto las imágenes utilizadas como los epigramas evocan lo que
quieren representar, pero nunca terminan de definirlo. En algunos casos, son
las glosas las que intentan contener mejor el concepto. Como cita Rodríguez de
la Flor, de D. Sperber, “Una
representación es simbólica…precisamente en la medida en que no es íntegramente
explicitable, es decir significable”
(cit. en R. de la Flor 12). Esta
capacidad humana de comunicarse por medios indirectos y agudos se ve reflejada
en las infinitas metáforas - que significan una cosa por otra - utilizadas por
el género emblemático. Como afirmara Tesauro: “… é próprio do homem amar o
que admira, mas só admirar a verdade vestida, não a verdade nua” (Cit. en
Hansen, Florema 86). Por lo mismo, hemos
visto cómo la esperanza, en cada uno de nuestros autores, se vio representada a
través de similitudes indirectas, que relacionan cosas que no participan de la
misma forma.
Respecto
a las virtudes representadas, tengamos en cuenta que, para el creyente
católico, es en torno a las virtudes naturales que gira la vida moral del
hombre, mientras Dios infunde las virtudes
teologales. De acuerdo a Santo Tomás, la virtud es lo máximo a que puede
aspirar el hombre en sus posibilidades humanas. En otras palabras, virtud
significa que el hombre es verdadero: “El hombre virtuoso es tal que realiza el
bien obedeciendo a sus inclinaciones más íntimas” (Pieper, Las virtudes 15). De esta forma, podemos comprender la importancia
de los ejemplos citados en el capítulo IV, en que la esperanza se representa en
su acepción de constancia. Como también cobran importancia los dos primeros emblemas
sobre la salvación de Juan de Horozco: “Esperanza Renovada y “Con fortaleza,
silencio y esperanza”. Cada uno de estos ejemplos, está enfocados en las
virtudes naturales como sustento de las teologales. En ellos, conocemos el
valor de la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza, que son las
cuatro virtudes cardinales, es decir, aquellas virtudes que pueden ser
desarrolladas por el hombre para combatir los vicios y para alcanzar los bienes
terrenales. En este punto, retomo la idea de esperanza natural o trivial
definida por Pieper: las esperanzas naturales (que pueden estar en plural) son
aquellas puestas en las metas de esta vida, como la buena cosecha, el trigo
abundante y la buena pesca que hemos visto en los emblemas; lo que las caracteriza
es que sus objetos se basan en la conciencia de capacidades adecuadas para
realizarlo. Por su parte, la esperanza fundamental (en singular) carece de
objetos existentes en este mundo y como nos indica Pieper “…sólo se hace
tangible cuando ya no se intenta imaginar lo que se espera” (Pieper, Esperanza 27).
Ahora
bien, las tres virtudes teologales, en orden de formación del cristiano, tienen
la siguiente jerarquía: fe, esperanza y caridad. Las tres son infusas a través
de la gracia sobrenatural. Cuando las virtudes naturales se desarrollan en el
campo abonado por las teologales, se potencian, elevando y distinguiendo la
moral cristiana de la pagana. “La moral sobrenatural del cristiano se distingue
de la moral del gentleman, del caballero, por la conexión íntima de las
virtudes cardinales con las teologales” (Pieper, Las Virtudes 27). Y es aquí donde se desglosa, para el cristiano,
el concepto de esperanza fundamental. Esta esperanza última, cristianamente
hablando, es la esperanza teologal. Y su objeto es la segunda venida de Cristo.
“La ejecución del plan divino ha
empezado ya, primero en la resurrección de Cristo, luego en el don del Espíritu
Santo. La resurrección de Cristo, como “primicia de los muertos” (1Cor
15,20-23) inauguró la era escatológica, ésta continuará infaliblemente hacia su
cumplimiento, término final en el que cuántos murieron en Cristo resucitarán a
semejanza suya (semejantes por el bautismo). (Sutter 721)
Es
importante subrayar que cuando hablamos de esperanza cristiana, hablamos también
de temor. Varios de los ejemplos analizados apuntan a este concepto, como
“Esperanza Vana” y “Temed a Este” de Juan de Borja y “No muere para morir una y
otra vez” de Sebastián de Covarrubias.
Para el cristiano, el temor sólo se hace negativo cuando desordenado y
cuando está en oposición al valor. Santo Tomás de Aquino apunta dos pecados
contra el valor y la esperanza: el temor desordenado y la antinatural falta de
temor. Pero, hay una suerte de temor que no sólo es muy digno, sino que también
es necesario a la realidad peregrinante del hombre cristiano. Éste se revela
como una necesidad interna de reflexionar cada vez más profundamente, en un
camino que se dirige siempre a Dios. Como nos apunta Pieper, la virtud teologal
de la esperanza y el temor a Dios se corresponden mutuamente y están
intrínsecamente ligados. “El punto de
articulación entre la esperanza y el temor es el amor concupiscible que busca a
Dios egoístamente” (Pieper, Las Virtudes
412).
Sobre
los conceptos de egoísmo e interés, en la iglesia católica, el capítulo V nos
ha ofrecido un buen ejemplo para observarlos en una comprensión teológica. En
los emblemas de Antonio Pérez, “Aún en la esperanza” y “En la esperanza hasta
este momento”, hemos podido observar la esperanza en sus diferentes etapas de
evolución. Pieper nos advierte que el temor, tal como la esperanza, también es
un don que evoluciona. Al principio es un “temor de siervo”, que corresponde a
un grado imperfecto del amor a Dios. Después, con la gracia, puede elevarse al
temor “proprio de hijo”, que es el perfecto. La figura mitológica del minotauro
que primero representa la esperanza puesta en el Rey y luego, en el segundo
tondo, la esperanza puesta en Dios, nos hace trasladar de un tipo de esperanza
a la otra. De una esperanza natural a una sobrenatural. Pero, la esperanza
sobrenatural representada en este caso, claramente, es la esperanza teologal
aún imperfecta del amor
concupiscible. La evolución de la
esperanza teologal en amor perfecto es lo que el cristiano llama caridad (o la
no esperanza), concepto al que no me acercaré en el presente texto, ya que la
esperanza representada en nuestros emblemas no alcanza este grado.
Me
detengo aquí para resaltar lo que hemos visto sobre la esperanza, en su
acepción de interés. Los teólogos católicos, como Josef Pieper, Andrés Rayez y
A. de Sutter, consideran la esperanza natural y la teologal (infusa por Dios,
pero imperfecta aún) como un movimiento, un progreso que debe ser fomentado día
a día. Como un rechazo del desánimo, como fuente de energía y de actividad,
como voluntad confiada de vencer obstáculos. Consideran asimismo, que el amor,
la esperanza y el temor imperfectos son plenamente aceptados por la iglesia
Católica, porque suponen un antesala de la perfección en el camino hacia Dios.
En
este mismo sentido, los emblemistas que hemos visto, bajo el testimonio
revelador de Santo Tomás de Aquino, también entendían las esperanzas naturales
como gracias intermediarias de la esperanza teologal, sobre todo si atraemos el
contexto en que estaba insertos: la Contrarreforma. La reforma protestante de
Calvino insistía en la predestinación de la salvación y de la condena. En un
recorrido cristiano en que la gracia – y no la esperanza – era el camino hacia
la vida eterna.
Retomando
brevemente el concepto de agudeza,
tan importante en la práctica de las representaciones renacentistas y barrocas
y entendiendo que los humanistas estaban convencidos de que el espíritu se
hallaba cada vez más elevado cuanto mayor fuera su capacidad ingeniosa en el momento
de representar uno o varios conceptos, me atrevo a interrogarme si,
teniendo esto en consideración, el lector de emblemas acaso no se asemeja al
cristiano. En otras palabras, si su agudeza (vestigio de la divinidad) para
acceder al subtexto no se asemeja a la esperanza del cristiano (don infuso) en
alcanzar la salvación. ¿El concepto retórico de la agudeza no habrá sido, para
nuestros autores, uno de los grandes instrumentos de infusión de la esperanza
teologal en el género emblemático?
Más
allá de esta posible interpretación –objeto de futuras investigaciones- podemos
concluir, finalmente, que la virtud teologal de la esperanza en el género
emblemático de los siglos XVI y XVII fue representada y difundida a través de
las esperanzas naturales cuyas obras, realizadas para alcanzarlas, estaban
orientadas por las mismas. Los emblemas apuntan al cristiano virtuoso y
esperanzado en los bienes terrenales, como la base necesaria para la infusión
de la virtud teologal de la esperanza. El ejemplo de hombre virtuoso, de
acuerdo a los conceptos vistos, ni caía en la presunción del estoicismo, ni en
la impotencia de los cristianos reformados. Pero por sobre todo recalcaba que
al menos parte de su destino estaba en sus manos, dándole la posibilidad de
participar en su salvación, en su camino hacia la vida eterna, como enseñan los
versos de Sebastián de Covarrubias en su emblema “Agota pero Agrada” del
capítulo tres:
No rehusa el trabajo, ni el cuidado / De
cultivar la tierra agradecida, / El labrador, molido, y fatigado, / Con solo
imaginar, que a la cogida / Tendrá a un
agosto fértil, y abastado. / Con que poder pasar mejor la vida / Ara, barbecha, siembra, en confianza / De
que no saldrá vana su esperanza.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario