martes, octubre 18, 2011

Tarzán

De niña me gustaba ir al zoologico. Pero, me gustaba ir porque iba con mi abuelo. Un emigrante libanés, de ojos muy verdes y tez muy morena. Fuerte de hombros y dueño de un excelente humor. Su sueño era haber sido como el Tarzán y de hecho, en su vejez ya avanzada, se sintió como tal. Me llevaba en las espaldas, como un monito, y me llenaba los bolsillos con dulce de chancaca. Yo lo adoraba. Cerca de los leones, imitaba el grito de Tarzán y se pegaba combos en el pecho. Todos nos miraban sorprendidos y después algunas personas nos seguían, presas de la risa. Pues él volvía a gritar frente a cada felino que encontrábamos.

Íbamos en micro, en verano. En esta época, el calor en Rio de Janeiro puede llegar a 40 grados en la sombra, fácil. En el camino nos comprábamos helados de coco y él me enseñaba los números y los garabatos en árabe. No recuerdo de los animales, de las jaulas, ni de ningún elefante. En mi corazón, sólo quedó nuestro abrazo sudado, nuestra alegría mestiza, nuestras sandalias de goma y mis pies diminutos, al lado de los suyos, que eran tan grandes y libres.

De auroras e iglesias

El sol se descubría, como un Dios que apenas se levanta por detrás de las cordilleras. La temperatura estaba perfecta: Tibia y con una leve brisa más fría que me rozaba el rostro. Algunas sombras aún insistían el en lado poniente, reuniendo delicadamente el día y la noche. Los pájaros también estaban atentos, volaban del oscuro a la luz y volvían. Cantaban hacia al amanecer y hacia las estrellas.

Luego, el cielo fue cambiando sus colores, pasando de un azul oscuro a un celeste límpido, hasta que la luz se impuso en todo el campo. La mañana placentera sopló y incitó al movimiento. Las loicas lucieron sus pechos colorados, los queltehues pasaron gritando y rasantes al pasto, y los chincoles se posaron en la baranda sin importarse con mi presencia.

Poco a poco el silencio y un aire más inhóspito se fueron instalando. Las horas nos atravesaron despiadadas y a las doce del día, ningún vuelo se alzó. El horizonte quedó sólo, temblando en su calor. Ni un rastro de ilusión quedó parpadeando, y los viajes se callaron bajo el fuego implacable del medio día. Una hoguera inmensa se posó en el centro del universo y todos buscamos refugios bajo los damascos, bajo las jojobas y los yuyos.

Sí, el universo puede ser muy cálido, como el interior de un templo o como la dulce imagen de un pesebre. Pero también puede ser muy inquisidor, muy implacable e injusto, como algunos altares y sus ángeles de piedra.

Pero un pájaro nunca pierde la fe en la naturaleza. En ninguna naturaleza, aunque el agua y el calor vuelvan una y otra vez a robarle el retoño. La ironía, la soberbia y el protagonismo, son plagas que se resbalan indefensas de su canto. Y hasta una rama de menta, fresca y olorosa, es capaz de resistir a su inquietud y existencia.

martes, octubre 11, 2011

El sueño

Era un árbol-mujer que había crecido en el centro paradisíaco de una isla. Sus brazos de madera estaban abiertos y elevados hacia lo alto. Era tan alta, que su copa se perdía en el cielo. Cuando quería, la balanceaba y sus frutos azules le caían en las manos. Luego, los dejaba caer en el mar, uno para cada horizonte. Y era así que aumentaba el océano, de fruto en fruto, de sueño en sueño.

Despertó con las manos húmedas, con los ojos más salados y la cabeza aún pesada de profecías.

Cultivo

Yo digo desde la poesía.
Desde ahí es donde más firme soy.
Me siento segura entre los versos,
que se escriben siempre en sentido horizontal.

No hay vértigos en la palabra escrita,
no hay aceleración.
Desde mi boca, las palabras siempre han sentido
una altura insoslayable.

La vida, tan inmensa,
levanta un horizonte demasiado grande
para un espíritu más delicado que robusto,
como el mío.

Entonces rescato, con mi pluma,
lo que se pierde de mi voz.
Las letras en fila, sobre una página límpida,
me dan un lugar en el mundo.

Sobre mis cuadernos me proyecto y reposada en ellos,
puedo levantar la mirada y decir lo que necesito,
lo que quiero, lo que deseo, lo que soy.

Yo digo desde la poesía,
desde una fragilidad breve, lacónica,
y muy parecida a aquella,
que lucen las semillas.