Era un árbol-mujer que había crecido en el centro paradisíaco de una isla. Sus brazos de madera estaban abiertos y elevados hacia lo alto. Era tan alta, que su copa se perdía en el cielo. Cuando quería, la balanceaba y sus frutos azules le caían en las manos. Luego, los dejaba caer en el mar, uno para cada horizonte. Y era así que aumentaba el océano, de fruto en fruto, de sueño en sueño.
Despertó con las manos húmedas, con los ojos más salados y la cabeza aún pesada de profecías.
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