El sol se descubría, como un Dios que apenas se levanta por detrás de las cordilleras. La temperatura estaba perfecta: Tibia y con una leve brisa más fría que me rozaba el rostro. Algunas sombras aún insistían el en lado poniente, reuniendo delicadamente el día y la noche. Los pájaros también estaban atentos, volaban del oscuro a la luz y volvían. Cantaban hacia al amanecer y hacia las estrellas.
Luego, el cielo fue cambiando sus colores, pasando de un azul oscuro a un celeste límpido, hasta que la luz se impuso en todo el campo. La mañana placentera sopló y incitó al movimiento. Las loicas lucieron sus pechos colorados, los queltehues pasaron gritando y rasantes al pasto, y los chincoles se posaron en la baranda sin importarse con mi presencia.
Poco a poco el silencio y un aire más inhóspito se fueron instalando. Las horas nos atravesaron despiadadas y a las doce del día, ningún vuelo se alzó. El horizonte quedó sólo, temblando en su calor. Ni un rastro de ilusión quedó parpadeando, y los viajes se callaron bajo el fuego implacable del medio día. Una hoguera inmensa se posó en el centro del universo y todos buscamos refugios bajo los damascos, bajo las jojobas y los yuyos.
Sí, el universo puede ser muy cálido, como el interior de un templo o como la dulce imagen de un pesebre. Pero también puede ser muy inquisidor, muy implacable e injusto, como algunos altares y sus ángeles de piedra.
Pero un pájaro nunca pierde la fe en la naturaleza. En ninguna naturaleza, aunque el agua y el calor vuelvan una y otra vez a robarle el retoño. La ironía, la soberbia y el protagonismo, son plagas que se resbalan indefensas de su canto. Y hasta una rama de menta, fresca y olorosa, es capaz de resistir a su inquietud y existencia.
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