Cristo
Redentor
El Cristo Redentor de la Ciudad de
Rio de Janeiro no se encuentra en el centro de la urbe, no alcanza a ver ni ser
visto por toda la metrópolis carioca. No persiste en el horizonte, no se afirma
de una vez por todas en el cerro Corcovado. Algunas montañas lo apartan de los
barrios más retirados, más lejanos a la orla comercial y afamada de la zona sur.
En los días más nublados, desaparece, alza su presencia de todos los que viven
o visitan la ciudad maravillosa. Y vuelve a aparecer, a veces muestra sólo un
brazo, otras veces la cara o apenas sus pies gigantes e inmóviles. No siempre
se le ve entero, y es el humor del cielo lo que define si estará exhibido, a
medias, o borrado por completo. En otras
palabras, es posible estar en Rio sin encontrarse con el monumento, sin
divisarlo en lo alto, aunque el primer significado del Cristo sea el amor
infinito e indiscriminado que anuncia el catolicismo. Sus brazos abiertos
evocan la cruz, pero esta primera relación simbólica se fragiliza, cuando
observamos que el monumento - pensado, sobretodo, para los navegantes que
llegaban a la orla carioca - da la espalda
a los barrios menos acomodados. No existen pupilas para sugerir la visión, no
existen círculos para sugerir la vista, el Cristo carioca no puede ver la masa
de gente a sus pies. De más cerca, desde un
helicóptero por ejemplo, divisamos la blancura y la ausencia de sus
ojos. A la vez, su cabeza inclinada, hacia la ciudad, parece preocuparse,
bendecir al pueblo que hormiguea al nivel del mar.
Esta ausencia de círculos en el
interior de sus ojos tallados, puede sugerir una ceguera, pero, paradójicamente
redondea el rostro obvio, regala una suplementación misteriosa a la expresión
inquebrantable. Una tercera lectura se puede hacer desde este accidente
significante: Nadie sabe lo que contempla, lo que piensa, lo que fija este Dios
brasileño en su interior. A nadie se dirige el mensaje de su mirada, que es
huidiza, obtusa. Un rasgo penetrante e inquietante que no es necesario, que no
hace ninguna falta, pero que hace cuestionar al significante. Ahí está el
tercer sentido que guarda el Cristo Redentor de Rio de Janeiro: el vació de su
concavidad ocular perturba, trastorna, multiplica, ilimitadamente, su
significación.
De la misma forma podemos analizar,
desde una conciencia sintagmática, la fuerte relación entre el Cristo y la
naturaleza que lo acompaña, los demás
cerros tropicales y el agua oceánica que se extiende y destella a sus pies. Sin
estos elementos, el Cristo tendría la mitad de su significancia, pues la
belleza estética que produce con todos los demás signos vecinos, es de vital
importancia para el imaginario que se levanta alrededor suyo. Me pregunto si el
Cristo sería un punto turístico, o místico, si se hubiera ubicado en un cerro
más recogido de la ciudad maravillosa. Lo más probable es que no, pues el
Cristo Redentor es un evento semiológico potente, justamente porque está en
relación con uno de los paisajes más bellos del mundo. Como la Torre Eiffel, el
Cristo está presente en el mundo entero, pero diferente de ella, comparte su
función simbólica con otros vértices de la ciudad. Depende, directamente, de la
bahía de Guanabara y del cerro Pao de azúcar. Turísticamente, no se viaja a Rio
en nombre del Cristo. Se viaja a en nombre del tropicalismo, del carnaval, de
los funiculares y, también, del Cristo.
Si, por otro lado, lo analizamos
desde una perspectiva paradigmática, la estatua releva la dominación religiosa
del catolicismo sobre todas las otras religiones presentes en Brasil, como por
ejemplo el espiritismo o el judaísmo. Los brazos abiertos quieren significar
abrazo, rencuentro, perdón, salvación que sólo encuentra eco en la religión
católica, que no era la oficial de Brasil en esta época. El presidente de
entonces, Epitácio Pessoa, autorizó la imagen argumentando que fue la primera
que lo solicitó y que si hubiese sido otra confesión religiosa también lo
hubiese hecho. El Cristo nace con la modernidad, con la separación de la
iglesia y del Estado. Con la libertad de creencia, que se promueve junto a la
construcción de las naciones. No es menor, que justo cuando la iglesia viene
perdiendo poder estatal, se levante una estatua de tamaña envergadura,
reflejando las pretensiones eclesiásticas de erigirse como representante de la
nación. La estatua a la vez afirma el pasado y se sitúa en lo contemporáneo. La
redención católica que quiere representar el Cristo Redentor podría estar, en
realidad, disputando el significado de libertad con la Libertad Republicana. Se
corona la capital republicana con una imagen católica, en pleno periodo
“separatista”. El Cristo puede ser visto así como un doble reaccionario de la
estatua de la Libertad neoyorkina. El Cristo, es un espectáculo para ser visto,
un significante impuro, en el sentido de que quiere imponer un significado
místico, superior, redentor. Tiene la misma utilidad que una oración: sirve
para llenar el inexplicable vacío, que es inherente a toda vida humana.
Su proyecto fue sugerido por
primera vez en 1859, por el padre Lazarista Pedro Maria
Boss, a la Princesa Isabel, quién soñaba
con un monumento que celebrase la liberación de los esclavos. Pero sólo en el año 1921, la idea fue llevada a
cabo, por ocasión de las conmemoraciones del centenario de la Independencia de
Brasil. El primer proyecto escogido mostraba una cruz en la mano derecha y un
globo terrestre en la mano izquierda. Pero, después de una encuesta popular,
llegaron a la conclusión de que, dentro del imaginario del ciudadano brasileño,
el significado de la esfera en sus manos, podría ser desplazado para una simple
pelota de fútbol, por lo que fue necesario optar por una figura más austera, con
aspecto de cruz, con sus brazos extendidos,
garantizando así una lectura más religiosa de la imagen. Es difícil hablar de
momentos, cuando estamos hablando de un Cristo, cualquiera que sea. Pues sólo
podríamos hablar de dos tiempos cristianos: Uno antes y otro después de la
venida de Jesús de Nazareth. Pero, si tuviéramos que determinar uno, sería el
de su construcción. Sus piezas fueron transportadas en tren, durante cuatro
años. Este Cristo, carioca, atravesó la más grande foresta urbana, en trozos.
Y, sólo en la cima, se ha erguido, se ha integrado y se ha vuelto rey de la
ciudad maravillosa.
Desde una perspectiva más
estructuralista, podemos leer en el Cristo, un detalle aparentemente inútil, una
notación superflua, una representación directamente relacionada con las reglas
culturales que lo hace más real: el corazón de piedra jabón que, además de
tener una parte visible a la altura del pecho, también se proyecta
silenciosamente hacia su interior. Llama la atención que un corazón tan
pequeño, en proporción al cuerpo que lo sostiene, tenga profundidad. ¿Pero esta
no es la máxima del catolicismo? ¿Un amor que, bajo la luz de la vida, se
muestra escaso, pero que nos sorprenderá infinitamente en el misterio? Un
corazón interno que no puede ser visto desde el exterior del Cristo, permite al
imaginario popular diseñarlo a su modo y manera: Pulsante, rojo y lleno de
resurrección. Un detalle insignificante que a la vez ancla la imagen y el
contexto a sus espectadores.
Las uñas de sus enormes pies
también conforman otro efecto de realidad. Un detalle atemporal que no tiene
como finalidad la belleza, no es una retórica de la estatua. Detiene el vértigo
blanco que desciende desde el cielo sobre el Corcovado. ¿Qué sentido tiene
tallar uñas en un pie divino, que no se alcanza ver, cuando estamos lado a lado
con la escultura? Esta es la ilusión referencial, otra de las verosimilitudes
no confesadas del Cristo redentor. Los cinco dedos de cada pie con uñas, es lo
que deja ver la túnica corta, cuando lo sobrevolamos, o cuando nos encontramos
con las fotografías que lo detallan. Los Dioses tienen uñas como tú, como yo,
como cada uno de los ciento y ochenta millones de habitantes que viven a ras
del suelo brasileño.
La construcción se realizó a partir
del año 1922 cuando fue colocada la primera piedra y recién se inauguró en
1931, convirtiéndose así en una de las más jóvenes aspirantes a Maravilla del
Mundo Moderno. La construcción de hormigón armado, de más
de 1000 toneladas, combina ingeniería, arquitectura y escultura. Por las condiciones de la obra, sobre una base
en la que casi no cabía el andamio, con fuertes vientos, y la estructura de la
estatua, cuyos brazos se extienden hacia el vacío y la cabeza queda inclinada,
fue un desafío a la ingeniería. Así como la Torre Eiffel, el Cristo también es
representativo de un siglo de hazañas técnicas, como la conquista del cielo. La
estatua está situada a 709 metros sobre el nivel del mar, en la cima del cerro
del Corcovado y tiene una altura total de 38 metros, incluidos sus 8 metros de
pedestal, que es más o menos la décima parte de la altura de la montaña. (La distancia entre los extremos de sus manos
tendidas es de 28 metros.). Las maquetas
de las manos y la cabeza, que pesa 30 toneladas, fueron esculpidas en Francia
por el artista Paul Landowski. La estatua está revestida por una infinidad de
triángulos de piedra jabón, que conforman un gran mosaico. Lo curioso es que
fueron equipes de mujeres católicas – no operarios - las
responsables por pegar en hojas, una a una, millares de piezas de piedra jabón,
que en seguida serian aplicadas directamente en el cimiento de la estatua.
La piedra jabón, que tiene la misma
composición química que el talco para bebe - silicato de magnesio - es de fácil
fragmentación. Tal composición, bajo una alta presión y temperatura se vuelve una
roca fuerte. Es susceptible de damnificarse, a bajas temperaturas y heladas,
pero en Brasil está a salvo debido a su clima tropical. (De lo que no se salva es de los rayos y debe
estar siempre protegida por una conjunto de para rayos que le protejan.) Curiosamente
el Cristo que está recubierto por un material tan suave como la piedra jabón,
está encima de un cerro compuesto de granito, uno de los minerales más duros
del mundo. El Cristo Redentor es casi etéreo, delicado, con respecto a la
tierra que lo yergue. El granito es duro y más dura aún es la realidad de miles
de brasileños. Quizás un pueblo demasiado humano para un dios tan suave, tan
albo. Su pedestal está revestido de mármol, material que se puede pulir, que
incluso puede reflejarnos. Es imposible alcanzar los pies del cristo, están muy
altos con respecto a sus devotos y visitantes. Si no fuera así, sería fácil
grabar nuestros nombres sobre la superficie blanda de la piedra jabón. Ya el
mármol, es imposible rayarlo. Todo lo contrario: es posible reflejar nuestros
rostros en el pedestal continuamente pulido, fulgurarnos, efímeramente, a los
pies del monumento. El Cristo Redentor
del cerro Corcovado sólo podría subsistir en un catolicismo tropical como el de
Brasil. Pues, se desarmaría con el invierno de América del Norte o de Europa.
Los símbolos religiosos también dependen del buen clima, de su adaptación al
contexto, del nivel científico de la cultura que los acunen. (El Coloso de
Rodas, una de las siete maravillas del mundo antiguo, fue destruido por un
terremoto en 225 a.C., quedando acostado en el mismo lugar que cayó por 900
años).
El cristo, al contrario de lo que
dicen algunas leyendas, fue financiado por el pueblo brasileño. Se hizo llegar
un documento con 20.000 firmas al gobierno, solicitando su construcción. Luego,
el monto exigido para su levantamiento fue recaudado con el aporte generoso que
llegó desde las familias más pudientes de la sociedad hasta los indígenas más
marginalizados. Todos quisieron contribuir con el monumento. Los primeros
croquis del Cristo fueron realizados por el pintor carioca Carlos Oswald y el
proyecto fue desarrollado por el arquitecto brasileño Heitor da Silva Costa. Una
de las curiosidades del Cristo es que no se relaciona con la idea de la muerte,
no es noticia de suicidios y tiene entre sus registros históricos
el hecho de que nadie muriera en accidente durante las obras, algo que no era
normal en la época y con proyectos de esa dimensión. No es posible escalarlo,
usar su altura para lanzarse y atentar contra la propia vida. Nadie se sube a
la estatua, nadie la ocupa. A no ser uno que otro privilegiado, sea reportero u
operario de la mantención, que acceden a las puertas que guardan sus hombros y
así pueden caminar a lo largo de sus brazos.
Al Cristo Redentor se
puede acceder por tranvía hasta la plataforma de entrada, subiendo luego los
226 escalones que nos acercan a él. Otra forma de observarlo y fotografiarlo es
por aire, mediante los elevadores panorámicos construidos para tal fin. No hay
turista que no se acerque al Cristo con los brazos abiertos. Es cuestión de
mirarlo, para que nuestras manos se eleven y quedemos con forma de cruz, de
pájaro y de abrazo. Las personas enfrentan el foco fotográfico y
automáticamente se ponen en “posición de cristo”. Hay algo de metafísica en
este gesto espontáneo, que nos despierta la estatua. Quizás para simular su
santidad, su bendición, su vuelo eminente. Con los brazos totalmente abiertos,
nos sentimos expuestos y sin resistencias, estamos entregados a la vida, al
tiempo, a la naturaleza y a la muerte. Nuestras piernas son la verticalidad que
nos une al cielo, y nuestros brazos la extensión de dos horizontes. Nadie se
aleja, nadie vence, cuando los pies se unen y desconocen las distancias. Nadie
significa una negación, cuando los brazos están despegados, francamente, del
cuerpo. No es necesario hablar, cantar o recitar. Basta con el silencio. Y
aunque cerrar o abrir los ojos es una opción personal, todos los abrimos y, a la
vez, sonreímos. Imitamos la posición del Cristo, pero, regalándole una mirada alegre.
El Cristo, ciego, nos hace vernos los unos a los otros, desde una forma nueva y
liberadora. Nos hace viajar por el mundo, fotografiados, en una actitud que no
se repite en ninguna otra parte del mundo. Hay que estar en Rio, en su cerro
más alto, para sentir la esperanza latir en los bíceps y en los tríceps. Son
segundos, no más que segundos lo que dura este gesto de paz, pues nadie aguanta
tanto tiempo de plenitud. Fracciones de
una eternidad que se suman, hombre a hombre, y dejan la duda: ¿será realmente
ciego este Cristo?
Tal vez esta sea, finalmente, la mayor utilidad del
cristo redentor de Rio de Janeiro: Enseñarnos una
posición de felicidad